En el caso de los contraceptivos, las normas eclesiales tipo Humanæ Vitæ (y la
normativa anterior, más restrictiva) solo tendrían sentido en épocas pasadas
cuando la mortalidad –infantil y no infantil– era muy grande y era necesaria una
tasa de natalidad alta para asegurar la continuidad de la especie. Actualmente el
problema del mundo es justamente el contrario: lo que pone en peligro la vida
humana sobre la Tierra es precisamente la creciente superpoblación del planeta.
En lo que se refiere a la prohibición eclesial del divorcio y a que los católicos
divorciados puedan recibir sacramentos de la Iglesia como la eucaristía, aquí hay
un malentendido de la propia Iglesia. Al establecer esas normas el magisterio
eclesial cree estar interpretando la enseñanza de Jesús contra el repudio de la
esposa que la Ley de Moisés permitía a los israelitas. En realidad, esa doctrina de
Jesús no era a favor de la indisolubilidad del matrimonio sino a favor de las
esposas que quedaban desprotegidas y en estado de penuria total cuando eran
repudiadas. El Jesús de Nazaret que decía que se hizo el Sábado para el hombre y
no el hombre para el Sábado nos diría hoy que se hizo el matrimonio para las
personas y no las personas para el matrimonio. Es decir, cuando un matrimonio
fracasa no se puede decir de él: “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”. Si
ambos cónyuges están de acuerdo en que su matrimonio fue un fracaso, resulta
claro que Dios no avala esa unión. Si los que se divorcian llegan a un acuerdo para
que ninguna de las partes quede desprotegida, ningún poder, ni civil ni religioso,
puede prohibirles nuevas nupcias ni establecer penas civiles o canónicas por eso.
En lo relativo a la prohibición eclesial de las relaciones prematrimoniales resulta
claro que el magisterio eclesial que emitió esas normas tiene un concepto muy alto
sobre sí mismo y su capacidad y derecho para dictar a la gente lo que puede o no
puede hacer. Esos “doctores” que se sentaron en la Cátedra de Jesús parecen estar
convencidos de que una unión matrimonial existe sólo desde el momento en que un
sacerdote católico imparte su bendición sobre los contrayentes y que dura hasta
que fallezca uno de ellos. Mi opinión personal es que tal unión matrimonial existe
ya desde el momento que ambos miembros de la pareja deciden vivir juntos y dura
sólo mientras dura esa voluntad de convivencia. Las ceremonias civiles y religiosas
del matrimonio son solamente actos de formalización pública de la unión
matrimonial ante las respectivas comunidades, civil o religiosa.
Lo expresado en los puntos anteriores refleja mi opinión personal sobre esos
temas. Tengo que añadir, no obstante, que esa forma de pensar está bastante
asumida por gran parte de la población católica o no católica. Hay, sin embargo,
un asunto en el que mi manera de pensar y sentir discrepa de lo que cada vez es
más asumido con tolerancia socialmente. Se trata del tema del aborto. Desde
sectores sociales, e incluso de nuestra Iglesia, muy progresistas en otros aspectos, se
propugna una legislación civil y una normativa eclesial menos restrictiva sobre la
práctica del aborto. En esta cuestión mi opinión personal está más de acuerdo con
la doctrina tradicional de la Iglesia, no porque haya sido dictada por la jerarquía
eclesial sino porque se trata de defensa de la vida humana. Dicho esto, se puede